Somos una especie que disfruta con la amistad, la cooperación y la confianza
Otros experimentos han demostrado que la sensación de cooperar estimula los centros de recompensa del cerebro. La experiencia de la cooperación mutua, incluso en ausencia de contacto directo o de comunicación real, estimula los centros de recompensa.Por lo que sabemos hasta ahora, las redes neuronales de recompensa sirven para estimular la reciprocidad y resistir la tentación de actuar de forma egoísta. En contraste con la recompensa por la cooperación, los experimentos con escáneres cerebrales han demostrado que el dolor que provoca la exclusión social afecta a las mismas áreas del cerebro que el dolor físico. Naomi Eisenberger, psicóloga de UCLA, programó un juego de béisbol por ordenador entre voluntarios, cada uno de ellos contra otros dos jugadores virtuales. El juego estaba programado de manera que, transcurrido un tiempo, los dos participantes virtuales empezaban a pasarse la bola entre ellos dejando de lado al voluntario. Los escáneres mostraron que las áreas cerebrales que se activaron durante esta experiencia de exclusión eran las mismas que reaccionan al dolor físico. Se ha descubierto en varias especies de monos que esas mismas áreas cerebrales intervienen en las relaciones de protección de madres a hijos.De alguna forma, siempre se han intuido que existen estas conexiones. Cuando hablamos de “herir los sentimientos de alguien” o de tener “el corazón roto” estamos reconociendo la relación entre el dolor físico y el “dolor social” causado por la ruptura de vínculos estrechos. Los psicólogos evolutivos han demostrado que la tendencia a excluir a las personas que no cooperan es un recurso poderoso para mantener estándares de cooperación altos. Y al igual que el juego de ultimátum demostraba que las personas están dispuestas a castigar a un repartidor mezquino, rechazando su oferta aun a expensas de salir ellas perjudicadas, también estamos predispuestos a excluir a quienes no cooperan.El dolor social es, por supuesto, crucial en el rechazo, y lo opuesto al placer —del que ya hemos hablado— de sentirnos valorados o a la satisfacción que nos produce percibir que los demás aprecian lo que hemos hecho por ellos.
Los poderes de inclusión y exclusión son signos de nuestra necesidad de integrarnos socialmente y también, sin duda, una de las razones de que la amistad y la cooperación sean tan beneficiosas para la salud (capítulo VI).La clase social y las diferencias de estatus causan formas de dolor social similares. La injusticia, la desigualdad y la no cooperación son formas de exclusión. Los experimentos que han demostrado los efectos de ser clasificado como inferior (los vimos en el capítulo VIII con los niños indios, en experimentos con escolares y con los estudiantes afroamericanos sometidos a tests de capacidad) ponen de manifiesto el dolor social que provoca la exclusión. Ese otro dolor social que a veces lleva a la violencia (capítulo X), cuando alguien se siente decepcionado, humillado o expuesto al oprobio, forma parte del mismo panorama.
Somos una especie que disfruta con la amistad, la cooperación y la confianza, con un fuerte sentido de la justicia, equipada con neuronas espejo que nos ayudan a desenvolvernos en la vida identificándonos con los demás, y está claro que las estructuras sociales que generan relaciones basadas en la desigualdad, la inferioridad y la exclusión nos causan graves daños. Si comprendemos esto, tal vez podamos entender por qué las sociedades desiguales son tan disfuncionales, tal vez también empecemos a creer que una sociedad más humanizada puede ser infinitamente más práctica.
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Extracto de Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva (2009), p. 237 -238 de Richard Wilkinson (economista de la London School of Economics, especialista en epidemiología y profesor en las universidades de Nottingham y University College London), y Kate Pickett (antropóloga física de la universidad de Cambridge y profesora en la universidad de York y del National Institute for Health Research.
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